Francia, París, Cena en el Sena.

Cena en el Sena

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Foto: París, Montmartre, 2007
 

CENA EN EL SENA.

La columna vertebral de París.
París es la ciudad del amor y del buen vivir. El amor no sólo se ve en los parques y los cafés. En las orillas del Sena pasean parejas de jóvenes abrazados y en la isla de la Cité, ya no sólo hay parejas, sino  en sus orillas siempre hay grupos de muchachos conversando, cantando o comiendo bocadillos acompañados habitualmente de botellas de vino tinto. Hasta hay veces que los grupos sentados o tendidos a orillas del río hasta dificultan el camino de los paseantes y hay que hacer zigzags para franquear  a estas personas. Naturalmente que es fácil observar que son de muy distintas nacionalidades, pero compartiendo como ciudadanos del mundo. La culminación de estos hermosos espectáculos es la “Plaza del Verde Galante” que es la proa de la isla de la Cité. El origen de su nombre es el apodo que le asignó el rey Enrique IV, aquel rey protestante que olvidó sus creencias por un a buen motivo: París. Lo sintetizo en su frase para el bronce: “París bien vale una misa”, lo que para nosotros, los turistas en el siglo XXI, significa que hay que hacer cualquier sacrificio para conocer París. Sin duda el nombre de esta plaza fue muy bien elegido, porque el verde intenso de sus prados, arbustos y árboles son un marco exacto para las parejas o grupos de jóvenes actuales y también para los caballeros y damas de los siglos pasados.

Junto a toda esta exaltación de presencia amorosa, los “bateaux mouches” y barcos similares que navegan por el Sena la complementan, generalmente repletos de turistas que realizan el obligatorio tour de recorrer París viéndolo desde el Sena. En estos barcos, al anochecer  y a la hora de la cena van copados de parejas de adultos no tan jóvenes que disfrutan del amor en las vistas nocturnas de París y en las románticas cenas. Aquí ya se trata de turistas mayores y con recursos para poder costear estos placeres mayores.

De esta manera el Sena es el río del amor, no sólo en su flujo, sino que también en sus orillas.

Los peniches del Sena.
En otras Crónicas he contado de diversos aspectos más culturales o intelectuales de París, pero en ésta vamos a recordar el París más romántico y sentimental. Si bien hemos dicho que Montmartre o la isla de la Cité son el corazón de París, sin duda, su columna vertebral es el Sena. Muchas ciudades europeas son atravesadas por importantes ríos, basta recordar las ciudades a orillas de Rhin, del Támesis o del Danubio, Pero a mí me parece que entre París y su río hay una armonía que no se logra en las otras ciudades. Antaño los quais o muelles de París eran los lugares de llegada o de partida de los barcos que realizaban casi todo el comercio y aún hoy París sigue siendo un puerto importante de Francia. Lo “peniches” han perdido importancia, pero siguen transportando materiales de construcción, áridos, madera, carbón y otras mercaderías a granel, antaño todos los productos agropecuarios llegaban por este río y los quais eran muelles repletos de mercaderías y con muchedumbres de marineros, estibadores y boteros. Estos barcos son naves medianas, de unos diez a veinte metros de largo (o eslora en términos marineros), angostos, de no más de dos o tres metros de ancho o manga, lo que le permite navegar por el complejo sistema de canales que cruza Francia y otros países europeos. Generalmente son como simples vagones abiertos o cerrados con una cabina trasera donde va el piloto. En otros casos junto a esta cabina hay una pequeña terraza y abajo algunas piezas o camarotes, ya que el piloto vive en el barco, a veces con toda su familia.

En esos “peniches” se han tejido muchas historias y Georges Simenon, vivió varios años en una de estos barcos y en ellos escribió muchos de sus libros y realizó conquistas amorosas por los lugares que pasaba. Algunos de los libros de su personaje central, el comisario Maigret, transcurren en estas viviendas flotantes que tan bien conocía.

Estos peniches se encuentran amarrados al costado de los quais de Paris y de vez en cuando se ve otros navegando en ambas direcciones, aunque ya no son tan numerosos como debieron ser en losl siglos XVIII y XIX.

Les bateaux mouches.
Ahora el Sena es surcado principalmente por barcos para turistas, el nombre tradicional es “les bateaux mouches”, que antaño servían como medio común de transporte a los parisinos, pero que ahora son utilizados exclusivamente por las avalancha de viajeros. Estos barcos no son sólo los bateaux mouches, que parece que ahora pertenecen a una sola compañía, hay otros como “las vedettes de París” que hacen la misma función. En el día y al atardecer recorren el Sena desde la isla de San Luis a la torre Eiffel aproximadamente y en sus cubiertas, en largas filas de asientos a todo lo ancho del barco van centenares de turistas: Una grabación va explicando en francés, inglés, japonés y a veces hasta en alemán y español la historia de los edificios y monumentos que se encuentran en ambas orillas. Cuando los barcos no van muy llenos y están grandes grupos de japoneses es hasta cómico ver como estos grupos  se desplazan, como mareas, de un costado al otro del barco, para apreciar mejor lo que describen los parlantes. Y en los atardeceres o en las noches estallan millares de flashes de las cámaras de los japoneses que no dejan de fotografiar  ningún detalle.

En realidad estos paseos por el Sena son muy agradables, tanto mirando hacia delante o hacia atrás, y especialmente a los lados y según las instrucciones trasmitidas uno disfruta de descripciones, historias y anécdotas que humanizan los monumentos que se deslizan al paso del barco. Hay temporadas en que los barcos son tan numerosos que en algunas partes estrechas, como en los dos brazos que rodean la isla de la Cité y la de San Luis,  los barcos deben ir en una fila interminable, pero la lentitud no resulta un inconveniente porque  nadie está apresurado.

Como en París el tiempo es muy cambiante, a menudo ocurre que los pasajeros pasan de una a otra cubierta para librase de la lluvia o de los fuertes vientos, como estos barcos son muy grandes, esto es fácil de realizar sin inconvenientes.

Además,  disfrutar de estos deliciosos paseos por el río, tienen la ventaja que  se descansa un par de horas, lo que es muy conveniente, pues el turista que quiere conocer debe ser un caminante permanente.

Muchas veces he realizado estos paseos y cuando vamos a París, mi esposa y yo, es parte del programa obligatorio hacer este paseo. Sólo en una oportunidad no pudimos realizarlo, era un invierno muy duro y París estaba totalmente nevado con unas ventiscas que helaban todo el cuerpo. En esa oportunidad íbamos con un grupo de amigos latinoamericanos y yo- que me las daba de guía improvisado- los llevé hasta la torre Eiffel, a cuyos pies está el muelle de donde parten algunos de estos barcos. Como guía hube de asumir la tarea de ir desde el puente por el oscuro y helado muelle hasta llegar donde estaban los barcos, pero sufrí una desilusión pues por las condiciones meteorológicas y la falta de público los paseos estaban suspendidos. ¡Habría sido una bella experiencia ver a París nevado en la noche!, aunque la nieve que caía no nos habría permitido ver el oscuro y a la vez blanco paisaje. Ésa fue la única oportunidad que no pudimos hacer el paseo. Para los amigos del tour fue un gran fiasco, pues para muchos era su única oportunidad.

 Torre Eiffel

 

Patricio Orellana Vargas, París y la Torre Eiffel, óleo, 50X60 cms.

 

Un desfile de monumentos.
Un paseo en estos barcos es presenciar un desfile de los grandes monumentos de París pues se verá desde muy cerca la Torre Eiffell, el palacio de Chaillot, el nuevo Museo de quai Branly, Las Tullerias, el Louvre, el Petit Palais y el Grand Palais, la Plaza de  la Concordia, el Museo D`Orsay, la catedral de Notre Dame, la Concerjería, el Hotel de Ville (el Municipio), las coloridas casas de la isla de  San Luis y se pasará bajo hermosos puentes como el de Alejandro III o el puente Nuevo (que es el más antiguo de París). Este paseo permite mostrar una síntesis de toda la grandiosidad de París y elegir qué es lo que se visitará en los días de estadía, que siempre son pocos para ver tantas maravillas, además de las que no se ven desde el río.

Una visita imprescindible es visitar la catedral de Notre Dame, porque esa iglesia gótica medieval es maciza e impresionante. Penetrar a su nave en penumbras, pero alumbrada por su gran rosetón de colores es el ingreso de alegres rayos de luz coloridos en la rigidez religiosa. Subir a su torre y ver desde allí el centro de París es otro paseo que brinda esas vistas globales que permiten ubicarse al turista confuso entre tanta belleza.

Para los católicos, asistir a una misa en esa iglesia es también un acto de fe y respeto. En esas ocasiones se entiende que los turistas no deben entrar para no interferir en el acto litúrgico y ese es y debe ser el comportamiento de los turistas. Sin embargo, a veces hay gaffes inadmisibles, sólo entendibles por culturas muy diferentes en algunos aspectos.

En una ocasión, mi esposa fue, como es su costumbre rigurosa, a la misa dominical y en esa oportunidad evidentemente eligió Notre Dame. En el momento de la comunión, cuando el sacerdote da la hostia a los feligreses que están en una larga fila, se metió en el primer puesto una señora japonesa y se puso en posición de recibir la hostia, Su acompañante empezó a disparar los flashes de su máquina fotográfica y ambos se reían de la foto que perduraría su gracia. El sacerdote se encolerizó y lanzó una terrible diatriba en francés que hizo huir a los dos japoneses entre el repudio de los feligreses. Este hecho muestra una expresión de barbarie turística inadmisible, ni siquiera la cultura japonesa, que se caracteriza por no tener una tradición religiosa severa (los japoneses son simultáneamente budistas y practicantes del Zen y se casan, bautizan o sus honras fúnebres se hacen en una u otra creencia y nunca han abrazado una religión única ni han tenido luchas religiosas como en Occidente), naturalmente que el caso que relato es una excepción y no es una conducta general de los turistas japoneses, que siempre se caracterizan por una cuidadosa cortesía.

Una noche en el Sena.
Creo que hay otro paseo aún más bello por el Sena. Se trata de las cenas en estos barcos. Muchos de ellos están equipados como restaurantes y en las noches se les ve pasar con gente comiendo o bailando en sus cubiertas. ¡Claro que éste es un sueño para un mortal normal,  pues los precios deben ser siderales! Sin embargo, en el último viaje que hicimos a París en la primavera del año 2007, decidimos hacer un desacato a nuestros principios anti burgueses y bolsillos pequeño burgueses e ir a comer en uno de estos paseos nocturnos. Averiguamos los precios, que eran generalmente más de cien euros por persona, pero además no incluían ni el vino ni el aperitivo y nos contaron que los únicos vinos que ofrecían eran carísimos. De manera que, a pesar de que se gastaron nuestros lápices haciendo cálculos, la única decisión posible era reconocer que esos placeres están reservados para los ricos.

Pero encontramos una alternativa muy agradable. Estábamos en el Sena, en la orilla opuesta a Notre Dame, en el quai de Montebello, admirando la catedral en la noche y como otras veces, vimos el viejo barco amarrado allí, que se notaba que ya no navegaba y se había transformado en un restaurante. Era un barco, aunque estático. Miramos la tabla de precios y nos parecieron asequibles como para entrar. Tenía dos cubiertas y bajamos a la inferior, bajo techo porque las noches son muy frías para estar a la intemperie. Como era relativamente temprano, sólo había un par de mesas ocupadas, de manera que pudimos elegir una que estaba al borde de la cubierta, mirando directamente a Notre Dame y separado por las aguas oscuras que se deslizaban rápidamente y daban la sensación de estar navegando. Esta decisión fue un gran acierto y constituye uno de los recuerdos más agradables de nuestra estadía en  París.

La noche se hacía más oscura y Notre Dame, alumbrada con grandes focos, brillaba en el silencio de la noche, sólo menguado por el rumor de la corriente, pero  pronto empezó el sonido de los barcos que pasaban. Todos ellos eran barcos-restaurantes, pues había comenzado la hora de la cena, que en Francia habitualmente es muy temprano.

Nuestro restaurante paulatinamente se fue llenando con nuevos comensales, muchas parejas, pero también matrimonios con uno o dos niños, evidentemente todos eran turistas extranjeros. Muchos pidieron champaña, según se veía por sus baldes con hielo donde aparecían las  botellas de esa bebida. En la cubierta había un piano y pronto se empezaron a escuchar melodías que tocaba un pianista y lo acompañaba una cantante. En estas condiciones la ambientación era perfecta. Una joven alta y esbelta, fría y eficiente nos atendió en perfecto español, con un leve acento del Río de La Plata, pues parece que de inmediato se percató de nuestro idioma natal, según la cuenta que nos entregaron al final, se llamaba Jessy y la mesa era la 210.

Como era nuestra única cena espectacular en París, que debía reemplazar la soñada en los bateaux mouches, empezamos pidiendo aperitivos, mi esposa un manhattan y yo un Campari soda. Mientras escuchábamos la música y mirábamos el Sena, los barcos cargados de turistas cenando empezaron a pasar más continuamente. Ese constante fluir de las aguas y de los barcos daba la impresión de que era nuestro barco el que navegaba y nuestra imaginación  lo confirmaba.

Al hacer el pedido, comprobamos que toda la comida era francesa y elegimos un menú típicamente francés. Para nuestra satisfacción observamos que también aparecía en la lista de vinos la oferta económica de vino suelto (no embotellado) y de acuerdo con el ofrecimiento pedimos un bandott de medio litro (hasta ahora no sé que significa “bandott”), pero era un buen vino tinto francés. También no puedo detallar los postres: un phoebus y un dessert moment. Finalmente nos servimos deliciosos café express. La única falla inaceptable es que no pedimos los infaltables quesos de toda cena francesa.

La comida tomó más de dos horas que disfrutamos plenamente, en le murmullo del río, la música de piano, el canto y las conversaciones en sordina del resto de los comensales. Como en todos los restaurantes franceses, la comida era perfecta.

Dado que nuestra mesa estaba al borde del buque, los sucesivos barcos restaurantes que pasaban, se aproximaban bastante y era posible ver a los comensales muy  próximos. Todos parecían disfrutar plenamente de la noche.  Cada vez que pasaba  un barco, yo levantaba mi copa haciendo un brindis, el que era respondido de inmediato y alegremente por muchos de sus comensales. La única excepción eran los japoneses, que se limitaban a mirar con extrañeza nuestro gesto cordial y seguir su viaje sin levantar sus copas. Creo que mi botella de medio litro de vino tinto era milagrosa pues con ella pude brindar cientos de veces.

Cuando llegó la hora terrible de pagar la cuenta, suspiramos aliviados, pues todo nuestro consumo alcanzó a la suma de 115 euros (Aún conservo la boleta del 20 de mayo del 2007, porque fue un gasto excepcional). En un barco en movimiento nos habría costado más de 300 euros y la única limitación fue que nuestro barco flotante estaba detenido, mientras que los otros se deslizaban por el río.

Turismo y cordialidad.
La proximidad a los barcos y a toda una inmensa cantidad de turistas que disfrutaban, al igual que nosotros, pero en distintas posiciones, nos identificaba con el turista típico, que generalmente es tan despreciado por los escritores en sus cuentos y novelas.

Es  un hecho notable la cordialidad que existe entre turistas de diversas nacionalidades y que se aprecia en muchos detalles en los viajes. Con razón los anglosajones consideran los viajes como la oportunidad de hacer buenos amigos. Esto no excluye a los japoneses y en mis viajes  he conocido varios japoneses con los cuales establecimos buenas relaciones, pero naturalmente es mucho más sencillo con otros latinoamericanos, aunque tampoco es difícil entablar amistad con europeos.

Como he relatado en otras crónicas, habitualmente no comemos en restaurantes y la mayoría de los días, nuestras comidas, especialmente en Francia, son quesos, pan, frutas y vinos comprados en los supermercados, los que en las proximidades de nuestro hotel Edén abundaban. Comidas que son una delicia, dado la calidad de los productos franceses. Pero debemos reconocer que a menudo nuestros amigos franceses nos invitaron a disfrutar comidas excepcionales en restaurantes de sus preferencias. Nuestra joven amiga francesa, Judith, a quien conocemos desde el primer día de su vida (nació en Santiago) nos invitó a un restaurante o bistró a los pies de Montmartre y la comida era excelente. Ella ya considera su obligación invitarnos a comer cuando vamos a París y nos exige que le avisemos cuándo y dónde estaremos en la ciudad Luz. Los franceses que a menudo tienen un exterior formal y frío, son excelentes amigos cuando se les conoce.

 

sena
Patricio Orellana Vargas “Cena en el Sena”, óleo, 40X50 cms
Patricio Orellana Vargas
patoorellana@vtr.net
Santiago, 24 de abril de  2008

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