Italia, Campania, Sorrento.

 SORRENTO

 

 

La tierra del bel canto e del amore.
Homero cuenta que Ulises sabía que al pasar por Sorrento, su barco sería conducido contra las rocas y naufragaría. Como buen griego, amante de la racionalidad, Ulises decidió prevenir este evento y como la causa de que el barco se hundiría eran los cantos amorosos de las sirenas, que sus marineros – ni ninguna persona-  podrían resistir, porque eran voces y cantos tan seductores que sería imposible separarse de ellos, ideó impedir que sus compañeros oyeran el bel canto de las sirenas. Como todos sabemos, la solución ideada por Ulises fue taparle los oídos con cera a todos los marineros, menos a sí mismo. Ordenó a sus compañeros que lo ataran al palo mayor  cuando pasaran frente a Sorrento, así pudo escuchar los cantos y disfrutarlos sin que sus marineros le oyeran cuado gritaba ordenando que condujeran el barco hacia las sirenas cantantes, así pasaron ese peligro y pudieron seguir hacia su destino final de Itaca.

Yo creo que Homero fue quien rindió el primero y más magnífico homenaje al canto napolitano. No puede haber sido casualidad que aquí se ubicara la sede del  bel canto. Creo que ya en esa época la canción napolitana era la más bella del mundo.

Sorrento junto a las otras ciudades napolitanas debe haber sido desde la Antigüedad la tierra del bel canto. Las sirenas eran simplemente símbolos. Los cantantes eran los tenores napolitanos como lo son ahora.

Al recorrer la Campania es inevitable que el sol, el mar, los bellísimos pueblos costeros, los limoneros y naranjales estimulen el deseo de cantar a tanta belleza. Supongo que esto será muy marcado en los napolitanos que viven aquí, aunque hasta los visitantes pasajeros como yo, no podrían entender una región como ésta que no tuviera como su más bella expresión el canto. Esto es válido para toda la Campania, en especial para Nápoles, pero también, muy en especial para Sorrento.

Un día en Sorrento.
Sólo he estado un día en Sorrento, pero su recuerdo es imborrable. En realidad lo recuerdo sin apenas conocerlo.

Cuando estábamos en Salerno con mi hijo, casi diariamente tomábamos el tren para ir a Nápoles y desde allí tomar el tren Transvesuviano, a Pompeya, a la costa amalfitana y a Sorrento. Así lo hicimos un día domingo, el tren iba lleno y al llegar a Sorrento se desocupó como por arte de magia. Salimos de la estación y empezamos a caminar por las calles. Como en otros lugares muy especiales, había un éter cultural (no sé otra expresión apropiada)  que impregnaba todo, incluyendo las personas. La ciudad no era pequeña como yo la imaginaba, había muchísimos edificios de seis pisos esparcidos entre el verdor de la costa, pero el centro era más antiguo y estaba invadido por turistas, la inmensa mayoría eran italianos, lo que era fácil de apreciar por sus voces siempre en tonos más altos que el de los extranjeros, excepto alguna ocasional y excepcional conversación gutural de algunos alemanes.

Esta multitud hacía que existiera un ambiente de fiesta y alegría pues los turistas no son gente triste, especialmente cuando son italianos. Las risas abundaban y todos caminaban suavemente y nadie tenía premura. El calor estimulaba la sensación de bienestar, especialmente porque no era intenso, aunque la luz dorada lo abarcaba todo. Después de caminar y ya cansados y hambrientos, decidimos ir a comer una pizza en un restaurante que tenía grandes anuncios. Yo esperaba un lugar modesto, pero no era así, un elegante mozo de etiqueta nos condujo al comedor interior, donde se veía gente bien. Pedimos un par de pizzas y unas cervezas, lo que pareció no dejar satisfecho al mozo que ya nos había colocado ante nuestros ojos unas cartas con un inmenso listados de platos escogidos. Pero, naturalmente nos trajeron las pizzas, que eran deliciosas, como sólo en Italia puede ocurrir.

Dado el ambiente tan distinguido, parece que ello nos obligó a pedir unos buenos “gelatos con amaretto” y finalmente un par de excelentes tazas de  café.

Al salir, nuestro bienestar había aumentado y Sorrento nos parecía más bello aún, las casas antiguas del centro eran muy hermosas, la cantidad de turistas había disminuido, pero las mesas que estaban a la calle de los cafés y restaurantes estaban copadas. El ruido de las voces era un poco más suave y formaba un agradable murmullo.

Caminamos hacia la terraza de la villa comunal. Era una explanada con árboles, bancos para descansar y abundante sombra, pero terminaba en una reja baja, desde donde se contemplaba una de las vistas más bellas que haya disfrutado. Se veía un gran golfo con aguas muy azules, al fondo una costa agreste y gris con acantilados perpendiculares y en lo alto una meseta totalmente verde. Hacia el interior del golfo se veían algunos pueblos costeros en lugares más accesibles y a lo lejos el Vesubio. Algunos barquitos, que parecían de juguete, navegaban lentamente dejando una  delgada estela blanca, de otra manera uno habría creído que estaban inmóviles para no perturbar el paisaje. Hacia abajo se veía detalladamente la costa, el puerto y otros botes y barcos estacionados.

La puesta de sol en Sorrento.
Empezaba a caer la tarde y aumentaba el flujo de turistas, pero la explanada era muy amplia y era capaz de absorber una multitud. Además existía otro mirador más apreciado aún, próximo al mar que era el Belvedere, donde además está el museo.

La puesta del sol es un espectáculo en cualquier parte. Durante muchos años, en el verano, en las dunas de Concón, cerca de Viña del Mar, en Chile, toda la familia, incluyendo a mi esposa, nuestros hijos, suegros, cuñados y  sobrinos íbamos a ver la puesta del sol. Era una reunión casi religiosa, pues hasta los niños suspendían sus juegos para mirar como el sol se escondía en el Pacífico.  Después he disfrutado del mismo espectáculo en muchas partes y la más impactantes ha sido verla desde lo alto de la isla Santorin en Grecia. Pero creo que Sorrento superó todas mis experiencias en este sentido. Quizás porque había una multitud reverenciando al sol, multitud parlanchina como cualquiera aglomeración de italianos, pero que a medida que el sol se hunde en las aguas, el bullicio disminuye hasta llegar a un silencio absoluto que coincide con los últimos rayos de sol y un cielo con todos los tonos mezclados de rojo,amarillo, azul y  blanco. Hasta el aire cambia de temperatura  levemente y surge una suave brisa con aroma a limones y naranjas como una despedida al sol y un ruego para que retorne al día siguiente. Cuando las sombras empiezan a imperar renace un suave murmullo que va aumentando levemente, sin alcanzar los niveles que tenía cuando el sol estaba en todo su esplendor.

Parece que Sorrento es el lugar más apropiado para ver la puesta del sol.    

Inevitablemente, cuando escribo estas notas recuerdo esa ocasión y además porque ahora escucho “Torna a Surriento”, que parece el complementar en otra dimensión este recuerdo.

Yo creo que esta canción es la expresión más exacta del lugar, cualquiera descripción verbal es superada por su verso y su música porque tiene la expresión de que “el mar tranquilo y bello como inspira sentimiento”, lo que yo entiendo que es el impacto que provoca en sus visitantes, lo que es mucho mayor aún en los nativos, que si dejan Sorrento tienen que volver o recordarlo con una nostalgia mucho más profunda que la que pueda sentir cualquiera persona por su tierra natal. Además pienso que refleja un problema social del pasado italiano, cuando Italia, en el siglo XIX y primera mitad del XX, era tierra de emigrantes que tenían que irse de lugares como éste con un profundo dolor.

Patricio Orellana Vargas
patoorellana@vtr.net
23 de julio de 2008

 

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