España, La mejor cocina del mundo

LA MEJOR COCINA DEL MUNDO

 

LA MEJOR COCINA DEL MUNDO.

mondragon

Patricio Orellana Vargas, Mondragón. témpera, 30X20 cms

No soy un experto en gastronomía, apenas un simple aficionado al buen comer y entiendo que siempre se dice que las mejores cocinas del mundo son las de Francia, Italia, España y algunos más globalizantes incluyen a la de China y la de México. Las peores, no cabe duda, son la inglesa y la norteamericana. Yo he recorrido 41 países y he disfrutado de sus comidas habituales en restaurantes para turistas y en casas de amigos y he podido formarme mis propios juicios.

Hace muchos años, al final de la dictadura de Franco, estuve varios meses en Mondragón, pequeña ciudad del país vasco, allí está el corazón de las cooperativas vascas, que se definen como empresas cuyo objetivo es generar empleo y no se centran en la maximización de las ganancias. En la Caja Laboral Popular, el organismo coordinador y financiador de estas cooperativas, permanecí haciendo estudios de cooperativismo y fue una experiencia profesional de primera importancia. El Cardenal Silva Henríquez tenía mucho interés en esa experiencia y en alguna medida, llegué allí en función de ese interés.

Pero esta nota se refiere simplemente a gastronomía vasca. Allí, en Mondragón permanecí en una Escuela Técnica cooperativa y los estudiantes eran internos y vivían en la Escuela. Todos los días almorzábamos y comíamos en el casino con los estudiantes, los practicantes chilenos éramos dos y los únicos extranjeros. La comida era siempre excelente y para nosotros era chocante que los alumnos tomaran vino, aunque era parte de la comida y no se bebía en exceso. En las tardes después de la jornada de trabajo, los compañeros de la Caja salían y nos invitaban a “la rondilla”, la que consistía ir caminando y conversando por las calles y entrar sucesivamente a cinco o seis  bares a tomar un medio vaso de vino o sidra y a comer algunos “pinches”, que eran variados “delikatessen”, como langostinos, tortilla española, morrones fritos, trozos de pulpo, cigalas, aceitunas, huevos duros, canapés, etc.

Al comienzo “la rondilla” nos parecía una actividad ridícula, pero a la semana, los dos chilenos estábamos totalmente integrados y disfrutábamos escuchando las historias de la guerra civil española, las experiencias personales y las discusiones sobre como hacer ciertos platos especiales, lo que era raro para nosotros, los chilenos, que generalmente no cocinamos y encargamos a las mujeres esas tareas por complejas.

Los días viernes, además de la rondilla, íbamos a comer a algún restaurante ubicado en la cumbre de alguna montaña, desde donde se tenían amplias visiones de la región. Generalmente no eran grandes restaurantes, sino que casi cocinerías particulares con cuatro o cinco mesas. Allí comíamos diversos tipos de platos de bacalao, sopas de pan y vinos de La Rioja, finalmente venía la copa (cognac español) y un cigarro (puro habano).

La experiencia más notable fue cuando los compañeros de trabajo nos invitaron a almorzar un día sábado a una “sociedad gastronómica” en San Sebastián. Eramos unos diez vascos y dos chilenos. Generalmente hablaban en eúskaro, aunque en esa época estaba prohibido por Franco, pero por deferencia a nosotros, conversábamos en español. Todos eran varones y profesionales: economistas, contadores y administradores de la Caja Popular y tenían un buen vivir. Finalmente la caravana de autos llegó a la espectacular San Sebastián y desde las altas colinas divisamos la playa de la Concha, que es una de las mejores playas del mundo según creo.

Llegamos a una especie de gran bar y entramos, como Pedro por su casa, a la parte posterior. Allí había una serie de cocinas, estanterías con alimentos y grandes mesas. Nuestros amigos sacaron un gran pescado que traían en uno de los autos y empezaron a prepararlo, con los implementos y equipos disponibles, otros preparaban las guarniciones y usaban ollas y sacaban papas, verduras y condimentos de las estanterías, otros sacaban botellas de vino sin pedirle permiso a nadie, las abrían y traían copas para brindar. No había ni mozos ni cocineros.

En un ambiente de camaradería y ruidosas conversaciones, todos trabajábamos preparando el almuerzo. Al poco rato, después de compartir un par de copas de vino, todo estaba listo y las mesas puestas y comenzamos uno de los mejores banquetes de mi vida. El pescado, que no puedo recordar su especie, estaba a punto y las ensaladas y papas calientes preparadas estaban todas listas, bien condimentadas y con excelentes salsas que allí se habían preparado. La comida terminó con el ritual de costumbre: la copa y el cigarro.

Finalmente, al prepararnos para irnos, buscaron unos formularios y anotaron todas las cosas que habían usado: las verduras, conservas, condimentos, vinos y puros y los anotaron y un par de ellos firmó los documentos y los echaron en un buzón y nos fuimos. Todo el almuerzo había sido hecho sin ninguna injerencia de persona ajena al grupo y la base era la buena fe.

Después de este gran almuerzo fuimos a dormitar a la playa y allí nos contaron que las sociedades gastronómicas eran clubes tradicionales vascos, donde no se admitían mujeres (espero que ahora estén menos sectarios) y hacían estos almuerzos entre amigos.

Estas experiencias gastronómicas me permitieron empezar a dudar del monopolio que de la cocina tenían las mujeres y llegué a la conclusión de que la mejor cocina del mundo, para mí, era la cocina vasca. Después ratifique esta conclusión, lo que relataré en otro artículo culinario, cuando hable de Juan, el mejor cocinero vasco que he conocido.

(Especial para Iquique 21.)

Patricio Orellana Vargas
patoorellana@vtr.net

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