Dos éticas en pugna.

Dos éticas en pugna

 

Durante los gobiernos de la Concertación han estado en permanente debate dos éticas. La que aparece como oficial y abrumadora es la ética relativista, que es aquella que considera que las decisiones deben ser prudentes y considerando como factores esenciales las conveniencias coyunturales políticas y económicas.

La primera versión de esta ética quedó ilustrada en el comportamiento del presidente Aylwin, quien optó por el principio de “la justicia en la medida de lo posible” para resolver el problema de las violaciones a los derechos humanos ocurridos en el país. El Presidente tenía razones para asumir esta actitud y su fundamento era la ética de la responsabilidad desarrollada por Max Weber, quien sostiene que al adoptar una decisión hay que considerar fundamentalmente los efectos que ella puede producir. Si el daño que genera es mayor que el beneficio que provoca hay que abstenerse de actuar y elegir alguna opción que no provoque esos riegos. Por eso, en vez de tratar de imponer justicia, intentó reemplazarla por la verdad expresada en el Informe Rettig, el que no hizo ninguna referencia a la tortura generalizada que empleó la dictadura militar. El resultado concreto fue la impunidad.

El presidente Frei Ruiz Tagle prosiguió con esta misma ética, enfatizando su carácter pragmático y de “real politik”, la que alcanzó su culminación cuando por “razones de Estado” se ordenó no investigar el caso de la corrupción en los cheques traspasados de padre a hijo por el Jefe del Ejército de la época: Augusto Pinochet. Esta ética de las conveniencias se volvió a manifestar en la creación de la Mesa de Diálogo entre víctimas y victimarios, donde las Fuerzas Armadas declararon no tener ninguna información válida y eso se aceptó como una verdad, resultando el absurdo de que era el único ejército del mundo que no le otorgaba importancia a la información.

El Presidente Lagos inició la tercera versión de la ética relativista. Consistió en declarar que “había que dejar que las instituciones funcionaran”, el resultado más escandaloso de esta política fue la exoneración de Pinochet de todas sus culpas por razones de salud y la continuación de la impunidad de los violadores de los derechos humanos, con contadas excepciones. Frente a la escalada de casos de corrupción, esta política consistió en pedir que dejáramos actuar a la justicia y que todos son inocentes mientras no se pruebe lo contrario. Este traspaso de la decisión ética a los tribunales es contrario a toda la tradición occidental. Ética y justicia son cosas distintas. Los Tribunales no son los que establecen la ética, sólo buscan la justicia. La ética es tarea y obligación de todos y de cada uno y en especial de aquellos que ostentan el poder, porque, justamente el poder es el que corroe la ética. De manera que perfectamente algo que los tribunales declaran como justicia puede ser totalmente anti ético. Basta recordar el comportamiento de los Tribunales como avales de la dictadura militar o la tramitación de procesos por 30 años sin encontrar culpables, cuando ellos son por todos conocidos.

No podemos entregar a los Tribunales la tarea de determinar qué es ético. Tampoco al Gobierno, por eso resulta absurdo la declaración del Ministro del Interior que el presidente del Senado es ejemplo de probidad.

Son los actos los que demuestran la probidad, no las declaraciones de un juez o de un Ministro.

Esta ética ralativista que impregna todo el sistema político y que es compartido por casi toda la clase política tiene excepciones. Hay personas que se sujetan a los principios, cualquiera sean las consecuencias. El caso paradigmático es el del senador Ávila. Cuando era diputado denunció los casos de corrupción de ESVAL y la transformación de Valparaíso en la capital de la corrupción. Este hecho dejó paralogizados a los políticos de gobierno porque un hombre de sus filas denunciaba la corrupción en su propio gobierno, para ellos, eso era tarea de la oposición. No podían entender que se trataba de una postura ética distinta. Era la ética de los principios, que tiene raigambre tan antigua como el pensamiento socrático y platónico, que se basa en la concepción aristotélica de que la política esâ?¦ ética, que se inspira en Kant que sostenía que hay que definir los principios y actuar de acuerdo con ellos. Esta nueva concepción remeció la superestructura política del país y el diputado Ávila no fue entendido y se le tachó de traidor a la Concertación por denunciar la corrupción.

Los actos siguientes volvieron a golpear la escena política: Ávila salió en defensa de un modesto conscripto que oficialmente había muerto por cualquiera razón inexplicable incluyendo el suicidio ¿Acaso no le correspondía a los Tribunales resolver este caso? Si el juez no encontraba nada se debía a que no había nada. Pero Ávila, con una tozudez inexplicable para la clase política, insistió e insistió y llegó a ser el hazmerreír de muchos políticos sensatos y ponderados. Finalmente, cuando se metió denunciar a Eurolatina, empresa financiera que actuaba de acuerdo a todas las normas legales, nuevamente fue totalmente incomprendido. Se había transformado en alguien sumamente molesto para todos, incluso para su propio partido.

El actual senador Nelson Ávila se transformó así en el político asistémico, incomprendido para unos y para otros. Creemos que lo que ocurría es que por primera vez en Chile del siglo XXI, frente al relativismo ético, característico de la lucha política surgía una posición distinta: la ética de los principios.

*El autor fue profesor de Ética Pública y profesor de la Universidad de Chile, Católica de Chile, de Concepción, de Humanismo Cristiano, ARCIS, Central, etc.

20021217

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