Grecia, Helena de Troya

Helena de Troya

HELENA DE TROYA.

itaca
Patricio Orellana Vargas, “Todos los viajeros son ciudadanos de Itaca” (óleo, 40×50 cms.)

Viajar a Grecia.
Hace algunos años, en mi trabajo decidieron enviarme a varios países europeos para asistir a algunas reuniones, de inmediato solicité  mis vacaciones para que coincidieran con el final del viaje, de esta manera podía quedarme en Europa sin hacer el cuantioso gasto del pasaje y llegar hasta Grecia. En estos preparativos estaba cuando me encontré con un amigo,  un ex coronel de las fuerzas armadas, que había sido exonerado por no aceptar participar en el golpe de estado de Pinochet.  Cuando le conté que iba a la patria de sus antepasados -él era de origen griego- me pidió que fuera a visitar a su hermana que se había ido a Grecia cuando se instauró la dictadura en Chile. Naturalmente que rechacé el ofrecimiento porque no éramos amigos íntimos y porque me parecía poco conveniente llegar de visita a una casa de personas que no conocía.  El insistió repetidamente y la próxima vez que nos vimos me explicó que creía muy útil para su hermana recibir a alguien de Chile, pues estaba sola en Atenas, ya que su hijo se había ido a Estados Unidos y era una persona de edad  y muy solitaria. En estas condiciones acepté el ofrecimiento y mi amigo me dio la dirección y el teléfono de su hermana, señalándome que él ya le había comunicado mi posible visita, lo que la había alegrado mucho.

 
El viaje programado incluía varios países europeos y consideré una estadía de diez días en Grecia. Después de cumplir las primeras etapas, estando en Roma, me fui en tren nocturno hasta Brindisi de donde parten los barcos a Grecia y después de un largo viaje por mar y tierra llegué a Atenas. Este viaje es realizado casi exclusivamente por jóvenes, ya que los adultos y viejos generalmente van a Grecia por vía aérea, porque es más cómodo y rápido, pero más caro. En cualquier caso, pasar por algunas de las Islas Jónicas vale la pena. La entrada a Itaca es conmovedora pues en la pequeña isla, que está en el centro de la bahía, está escrito en su borde y con grandes letras “Todos los viajeros son ciudadanos de Itaca”, haciendo referencia a Ulises que era el rey de esa isla y cuyos viajes se relatan en la Odisea (Ver ilustración de esta crónica).   Otros puertos son pequeñas ciudades en el continente o en islas muy arboladas y montañosas que inspiran el deseo de bajarse a visitarlas, incluso por su sólo nombre, como Iguminitza, Corfú, Cefalonia, Lefkada, que recuerdan las epopeyas escritas por Salgari.

Buscando a Olimpia.
El barco llega a Patras, ciudad que en otras oportunidades visité con detención, pero que cuando se va a Atenas, después de dos días de viaje sólo se quiere llegar pronto a destino y no hacer detenciones. Desde allí partía un viejo y pequeño tren muy lento, de manera que gran parte de los viajeros que llega en el barco prefieren tomar buses que son más rápidos y que salen a medida que llegan los viajeros. Finalmente llegué a Atenas a medianoche, extenuado y quedándome dormido a cada rato. En el terminal tomé un taxi y di la dirección de la amiga que me iba a recibir en su casa, el nombre de la calle, según me dijo el taxista (todos hablan inglés) era muy común en Atenas y debía indicarle en que barrio estaba. Recordé de inmediato que mi amigo coronel había hecho mención al barrio de Kalithea y el taxista me condujo allí, barrio que está entre Atenas y El Pireo y que está integrado por edificios de mármol, muy distinguidos, de unos diea o doce pisos. Pero allí empezaron las dificultades: llegamos a la dirección mencionada, pero no sabía el número del departamento y la puerta estaba cerrada y había comunicadores para cada departamento, pero los nombres estaban en caracteres cirílicos o simplemente no estaban y no había nada parecido al nombre de mi amiga.

 
¿Qué hacer? A esa hora era difícil encontrar teléfono. Finalmente me decidí y toqué un timbre de un departamento al azar y solicité que me indicaran cuál era el departamento de mi amiga. Me respondió un señor enojadísimo, que mitad en inglés y mitad en griego, me dijo algo así ¡Cómo me atrevía a interrumpir su sagrado sueño!

Finalmente opté por indicarle al taxista que me llevara de vuelta a Atenas y me dejara en la plaza Omonia, donde hay muchos hoteles y había uno económico, en el que había estado varias veces. Así logré echarme a descansar hasta el mediodía siguiente.

Lo primero que hice fue llamar a mi desconocida amiga, que se llamaba Olimpia y la ubiqué de inmediato. Le conté mis peripecias y me dijo que nos juntáramos a las 13 horas en la estación del metro de Monastiraki, que era una de las más populares, próxima a un gran mercado. Yo le pregunté cómo la iba a conocer y ella me dijo que no me preocupara, que sólo fuera a esa hora a la estación mencionada. Así lo hice, cargado de mi maleta llegué al andén. Había cientos de personas en los dos andenes y me preguntaba quien sería doña Olimpia, cuando de repente, desde lo alto, escuché que alguien gritaba: ¡Patricio! ¡Patricio! Toda la gente dirigió sus miradas hacia arriba y allí estaba una señora mayor, en una pasarela, gritando mi nombre desaforadamente.  Me apresuré a subir y saludé a Olimpia y me presenté, mientras cientos de miradas se concentraban en nosotros. Olimpia me recibió con toda amabilidad. Después le pregunté que si era una costumbre griega ubicarse de esa manera, me dijo que no, que era su manera personal de ubicar al desconocido.   

Me llevó en el metro en dirección a El Pireo y nos bajamos en la estación de Kalithea y caminando un par de cuadras llegamos a su casa, que era un departamento en el último piso del edificio que había conocido en la madrugada. Como muchos otros, era totalmente de mármol y me pareció muy lujoso, pero ella me indicó que así eran todos los departamentos en Atenas.

Olimpia era una señora anciana, tremendamente generosa y de una cordialidad increíble. Todos los días que pasé en su casa preparó comidas especiales y trató de llevarme a pasear y conocer a Atenas. En este último punto no congeniamos, pues ella quería mostrarme toda la modernidad de la ciudad y yo estaba interesado en otras cosas. Olimpia, que era chilena de origen griego, hablaba en español intercalando algunas expresiones griegas y me decía: “No puedo entender como te gustan las arqueas (antigüedades) y no las cosas modernas”. Para ella un museo era una tortura y las ruinas de la Acrópolis, el Ágora o Cerámicos eran  montones de piedras desordenadas o edificios a punto de derrumbarse. 

El conflicto lo resolvimos  de manera que yo podía salir solo, ya que además conocía bien a Atenas y ella se libraba de ir a lugares que le causaban rechazo. Sólo excepcionalmente me invitó a conocer a otros chilenos de origen griego que habían vuelto a su patria ancestral. 

Así gocé de libertad para elegir mis itinerarios y programar visitas por Atenas y mis viajes a las islas del Golfo de Sarónica y a ciudades del Peloponeso. 

En las playa.
Un día, mi amiga Olimpia, que quería que conociese las bellezas del Ática me comunicó que iríamos con una amiga a recorrer las playas que están al sur de Atenas. La amiga, como ella, era una chilena que había retornado al país de sus antepasados. A pesar de que la natación es mi deporte preferido, en Grecia prefería usar el precioso tiempo en visitar “las  arqueas”, como decía mi amiga Olimpia. Pero al mismo tiempo, era posible lograr que llegáramos hasta Sounion, donde estaban las ruinas del templo de Poseidon, el dios del mar. Además, en ese lugar se había desatado la tragedia final del mito de Teseo y hasta era posible ver un graffiti que Lord Byron había tallado en su base. Lo que ahora consideraríamos  como una terrible barbaridad, pero que en la época de Byron pudo tener otro sentido, pues Byron amaba tanto a Grecia que dio su vida por ella.

 
La amiga de Olimpia era una joven alta y muy buenamoza, que amablemente nos condujo en su coche por las playas de la Costa de Apolo. Llegamos a una playa cerca del cabo Sounion y allí nos detuvimos.

Helena de Esparta.
Sin embargo, es necesario avanzar mucho en el tiempo para entender lo que sucedió entonces.

 
Años después, un día estaba aterrorizado en un quirófano, pues me iban a operar. El médico, dos enfermeras y la doctora anestesista me tenían preparado para iniciar la temida operación, pero faltaba un implemento imprescindible que no llegaba. Como los profesionales de la salud habitualmente consideran a los pacientes como objetos o muebles, ellos actuaban como si yo no existiera. El médico aprovechaba este recreo para decirle algunos piropos a la enfermera que era muy atractiva y llegando al máximo de sus galanterías le decía que él imaginaba que Helena de Troya era como ella. Entonces yo dije: “Yo conocí a Helena de Troya”.

La reacción fue de un gran estupor, era como si un mueble se pusiera a hablar.  A continuación parece que asumieron su calidad profesional y me miraron como diciendo que la tensión que sufría el paciente, lo hacía divagar, a pesar de que aún no me anestesiaban.

Entonces, aprovechando su silencio, les conté la historia que ya había empezado a relatar:

Al llegar a la playa, mis amigas sacaron toallas y quitasoles y se tendieron a conversar. Pasado un rato la nueva amiga  nos contó que se llamaba Helena y que su familia griega, que se había ido a Chile a comienzos del siglo XX,  era originaria del pueblo  de Esparta y mientras contaba esta historia, se levantó y empezó desvestirse. Yo pensaba que tendría el traje de baño debajo de su ropa, pero no era así. Se fue sacando sus prendas de vestir y fue quedando desnuda, mientras seguía con su historia. Agregó, que en realidad. Helena de Troya era la esposa del rey de Esparta, Menelao, por lo tanto el nombre originario y correcto era Helena de Esparta,  pues aunque París de Troya la había raptado, no podía cambiar su nombre, por lo tanto debía seguir llamándose Helena de Esparta, igual que ella, porque efectivamente ella era Helena de Esparta, se llamaba Helena y era de Esparta, la ciudad de origen de su familia. Por esa razón, sus padres le habían colocado ese nombre. Al decir esto terminó de desnudarse y aunque no me atrevía a mirar directamente, pude ver que era una mujer espléndida, perfecta en su desnudez, sólo se podría diferenciar de la Helena de Troya porque algunas gotas de sangre chilena la habían hecho levemente morena y como asidua de las playas estaba de un tono dorado subido.  Todo esto ocurrió sin pizca de coqueteo, con toda sencillez e inocencia. Además, entonces me percaté que en la playa había otros nudistas.

Tiempo después yo concluí que efectivamente había conocido a Helena de Troya… de Esparta.

Esta historia la conté en el quirófano mientras esperaba el momento terrible de ser pinchado y acuchillado por los médicos. En ese momento entró un enfermero y comunico que el implemento que faltaba se había agotado. Todos se relajaron, especialmente yo, porque la operación se suspendía, de esta manera, estuve en el quirófano sin llegar a las últimas consecuencias.

El cabo Sounion.
Pero volviendo a Grecia, en la playa de Glyfada, Olimpia y yo pasamos unas horas descansando y Helena nadando. Pero finalmente se produjo un impasse. Yo quería llegar a Sounion y ellas querían estar todo el día en la playa. Como por allí pasaba el bus que iba en esa dirección, declaré que entonces iría yo solo, ellas me miraron como un individuo incapaz de viajar por esos lugares y optaron por llevarme al ansiado lugar.

 
Sounion es un cabo en el extremo de Ática, un promontorio alto con precipicios hacia el mar. Desde allí se divisa una amplia perspectiva del mar Egeo y es el lugar perfecto para el culto del dios del mar, Poseidon, que más tarde los romanos llamaron Neptuno. En este lugar están las ruinas del templo a este dios, un templo de estilo dórico que emplazado en este lugar parece combinar el emplazamiento geográfico con la belleza de la construcción humana.

 A este lugar concurría el rey de la antigua Atenas, esperando ver el barco que traería de regreso a su hijo Teseo, el destructor de mitos. Teseo que había ido a Creta a matar al minotauro había prometido a su padre que si regresaba vivo, su barco vendría con velas blancas, pero si había muerto en la misión su barco traería velas negras. Sin embargo, como Teseo tuvo muchas aventuras e incluso traía a su novia, olvidó la promesa y al pasar por Sounion su barco iba con velas negras. Tal fue el dolor de Egeo que se lanzó por el acántilado suicidándose de dolor. Esta expresión de amor paternal es recordada con el nombre que tiene ese mar: Egeo.

Las ruinas del templo y las condiciones de habituales vientos y frío hacen que este lugar guarde un ambiente de tragedia que está en armonía con su historia. Lord Byron acudió a este lugar en uno de sus viajes, probablemente para rendir homenaje a estos personajes, los que representan en algún sentido, una tradición de independencia griega, ya que Teseo fue quien liberó a Atenas del vasallje que existía con respecto del reino cretense de los minoicos. Allí Byron grabó su nombre y la fecha en las piedras del templo y quizás adquirió el compromiso personal de luchar por la independencia de Grecia, lo que cumplió cabalmente al llegar a ser jefe del ejército griego que luchaba en contra de los turcos para lograr la libertad de Grecia y en esta lucha Byron entregó su vida. 

Turcolimano.
Días después, cuando ya debía emprender mi regreso, me atreví a invitar a Olimpia y a Helena a comer a un restaurante de Turcolimano. Este lugar, próximo a El Pireo, es una pequeña bahía perpectamente redonda, donde se estacionan numerosos yates de millonarios que hacen cruceros por el Mediterráneo. En las riberas hay restaurantes escalonados en las colinas. Ya sabía que era un lugar caro, pero debía corresponder todas las atenciones que me había brindado Olimpia, que me había significado que durante los diez días que estuve en Atenas, mis gastos habían sido mínimos. Allí, al aire libre y al atardecer, el mozo nos mostró el pescado que esperaba cocinar para nosotros. Así era la costumbre, mientras se toma el  aperitivo tradicional: el ouzo, un anís que se bebe en copas pequeñas o con agua en vasos más grandes. Después  acompañamos el pescado con un vino retsina blanco (que se guarda en toneles de madera de pino que le da un gusto a…   aguarrás), que al principio es muy chocante, pero con el tiempo se empieza a saborear. Finalmente bebimos una copa de metaxas, el cognac griego. Esta excelente comida, no fue comparable con los exquisitos platos griegos que preparaba  Olimpia en su casa, como un budín de berenjenas con tomates, carne molida y crema, llamado mousaka o los gigantes pimentones amarillos rellenos de arroz condimentado  y las ensaladas de cebollas, queso feta y tomates o lechuga, así como los souvlakis, fierritos de diversas carnes, acompañados de un vino más normal llamado Rotonda (la única marca de vino griego que conozco). Terminábamos las cenas con frutas o con los dulces que en Chile conocemos como dulces turcos, como el baclava.

Cuando regresé a Santiago, durante algunas navidades le envié mis saludos a Olimpia, hasta que después mis tarjetas fueron devueltas. Un día me encontré con el coronel, hermano de Olimpia y me contó que ella se había ido a Nueva York, donde vivía su hijo.

Patricio Orellana Vargas,

 Julio del 2006

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