Un verano en Mirasol.

Un verano en Mirasol.
Patricio Orellana Vargas

Creo que en el verano de 1956, mi esposa se fue con los niños de vacaciones a Antofagasta, donde vivía su familia y me quedé solo en casa. Un día vino a verme mi amigo Julio César Ortiz y me dijo que el calor era insoportable en Santiago y debíamos irnos a la costa algunos días, en especial porque él y yo estábamos justamente de vacaciones en nuestros trabajos. De inmediato pusimos manos a la obra, preparamos el equipaje, una frazada para cada uno, alguna ropa y algunos artefactos para cocinar y un par de libros, de inmediato emprendimos el viaje. Naturalmente que no teníamos dinero para ir a un hotel, simplemente encontraríamos algún lugar donde estar, cercano de las playas. Ni siquiera teníamos mochila y menos carpa o equipo de excursionistas, simplemente un bulto cada uno.

Nos dirigimos al terminal de donde partían los buses a la costa y elegimos como lugar de destino el balneario de Algarrobo , que era bastante selecto, pero que sabíamos que en sus proximidades había un lugar llamado Mirasol, donde era posible quedarse en campo libre.
Al llegar al paradero Mirasol, que estaba en lo alto de una meseta, vimos el inmenso Pacífico alumbrado por un sol radiante. Para llegar al lugar donde pensábamos alojar había que bajar hasta la costa por un sendero bastante escabroso, pero como íbamos de bajada y llevábamos poco equipaje, fue un paseo agradable, abajo había una gran explanada que llegaba hasta las rocas de la orilla del mar, allí había grupos acampados, algunos con grandes carpas, familias numerosas en torno a camiones transformados en dormitorios y también carpas más pequeñas o medianas. Al parecer, los únicos veraneantes sin carpa seríamos nosotros pero no nos asustaba pues hacía calor y pensábamos que en la noche habría temperaturas agradables. Después observamos que había otros pocos en situación parecida a la nuestra.

Elegimos un lugar alejado y nos tendimos a asolearnos y descansar. En la noche no se sentía frío, aunque naturalmente era bastante fresco. Los días siguientes establecimos la rutina de levantarnos temprano, hacer una pequeño fuego para calentar agua y tomar té acompañado de pan, después nos íbamos a caminar por la orilla del mar hasta una poza y nos bañábamos un par de horas y descansábamos tendidos en la arena y poco después seguíamos caminando hasta llegar a las primeras casa del balneario y allí comprábamos algunas frutas, pan, huevos, vino, otros alimentos y agua, con eso regresábamos a preparar el almuerzo, generalmente fideos con huevo. En la tarde volvíamos a pasear en alguna otra dirección y regresábamos al atardecer a preparar la comida. Nuestras escasas pertenencias las dejábamos abandonadas, pero nunca perdimos nada, aunque lo único valioso eran las frazadas, que en esa época eran de lana y muy caras.
También nos quedaba tiempo para leer y en el caso de Julio César que era mucho más amigable que yo, iba a conversar con personas de los otros grupos. En la noche, un grupo de jóvenes armaba una gran fogata y se reunían a su alrededor, Julio César, ya la primera noche tenía amigos que lo invitaron y él me llevó y presentó, pues ya conocía a las niñas y a los jóvenes, Entonces comenzaba el canto y algunos tocaban la guitarra, hasta que el sueño empezaba a disolver el grupo y sólo quedaban los que tenían su carpa allí.
Fueron días de descanso total y favorecidos por días de mucho calor, aunque en las noches empezaba a hacer frío.

Cuando se aproximaba la fecha de regreso, porque ya era el fin de las vacaciones, muchos grupos fueron desapareciendo y un día los vecinos más próximos, un matrimonio joven que tenía dos niños pequeños los vimos muy atareados haciendo sus bultos pues ya se iban, pero la cantidad de cosas que tenían era increíble y tuvieron que armar tres grandes bultos y empezaron a caminar, pero era evidente que como la señora debía encargarse de los niños, los tres grandes bultos quedaban a cargo del marido y era una tarea imposible para una sola persona, Yo no me explicaba cómo habían podido traer tanta cosa. Además el sendero para subir era muy empinado y resbaladizo, de manera que a los primeros metros se dieron cuenta de que era imposible subir, pero Julio César, rápidamente tomó el bulto más pesado y se lo echó al hombro y los acompañó y ayudo en el ascenso. Yo ni siquiera pensé en ayudarlos y me quedé leyendo y pensando que lo que correspondía era que el joven hiciera tres viajes con los bultos.
Horas más tarde regresó Julio César acompañando al matrimonio y cargado con el bulto. ¿Qué había pasado? Simplemente habían llegado al paradero con más de una hora de atraso. Como ya habían comprado los pasajes, trataron de que les devolvieran el dinero, pero, naturalmente la empresa se negó a hacerlo ya que era obligación de ellos el llegar oportunamente. Desgraciadamente el matrimonio no tenía dinero para comprar pasajes para otra hora y debieron volver el campamento. Entonces Julio César hizo una colecta con los amigos que quedaban, que ya eran pocos y le entregó lo que había logrado reunir, lo que era muy poco pues casi todos tenían sólo el dinero justo para el regreso. Julio César puso también todo lo que tenía disponible y yo puse otra parte, pero a pesar de estos esfuerzos, lo reunido no alcanzaba ni para medio pasaje.
Invitamos al matrimonio a comer con nosotros y la señora lloraba desesperadamente y no encontraba solución al problema, pues en esa época no había tarjetas de crédito ni era posible ir a Santiago a buscar dinero. Entonces Julio César me dijo que fuéramos a pasear un rato, lo que me extrañó, pero salimos y dejamos al matrimonio que armaban sus camas para dormir, entre sollozos de la mujer y los niños.
En el paseo Julio César me dijo: -Patricio, tú tienes que ponerte. Yo sé que tú tienes dinero.
En efecto, yo tenía dinero suficiente para resolver la situación e inmediatamente le dije que podía contar conmigo. Regresamos y Julio les contó que yo les iba a comprar los pasajes, inmediatamente dejó de llorar la señora y los niños la imitaron.
La mañana siguiente, el joven agradeció mi ayuda y me dijo que me iba dejar treinta libros en garantía y que mañana mismo iría a mi casa y me devolvería el dinero. Yo le dije que no era necesaria ninguna garantía, pero el insistió e insistió y me dejó un paquetón con los a libros. Poco después los acompañé en el ascenso y yo también les ayudé llevando un bulto.
Llegamos agotado al paradero y debimos esperar cuatro horas por el siguiente bus y tuve que invitarlos a comer unos hot dogs, cervezas y alimentos para los niños.
Cuando llegó el bus. cargamos los bultos en el techo y los amarramos (así era entonces). Por suerte no cobraban extra por tanto bulto.
Al despedirnos, la señora me dijo que yo era un ángel, yo le dije que no me calificara así porque era ateo. Ella no sabía que significaba ateo y entonces le dije que en realidad , el único ángel que andaba por allí era Julio César, porque él había resuelto el problema.
Un par de días después regresamos a Santiago. Nunca vinieron a buscar los libros en garantía, eran libros de cowboys e indios y no eran ni del gusto de Julio César, ni del mío.
201803